miércoles, abril 9

De Parteras.



Hace días cambiaba canales con –a falta de control remoto universal que estoy comprando desde hace más de un año- mi ágil dedo primero del pie derecho. Me estacioné en Fox Life donde transmitían Parteras. Con ese nombre,  no creo necesario elaborar una sinopsis del mismo. ¡Qué programa! Aquello merece tomar palco, con palomitas de maíz incorporadas, para extasiarte cómodamente con lo que parece ser una producción de Disney. Usted cree que exagero, pero compréndame, soy médico venezolana, fácil de impresionar cuando ves que existe un hospital limpio, cómodo y bonito con parteras simpáticas y rebosantes de dulzura que atienden las –igual de histéricas- futuras mamás. 

El contraste, al menos con lo que experimenté durante mi rotación de pregrado por ginecoobstetricia, es inevitable. En la sala de partos del HULR masacraban cualquier visión romántica del nacimiento. Ahí presencié los actos más inhumanos, salvajes y decepcionantes que cualquier médico pudiera protagonizar, paseándose desde el ordinario “pero no te dolía cuando lo estabas haciendo” hasta la infame palmada de una residente sometiendo a una paciente vulnerable. Tanta putrefacción ambulante solo truncó la felicidad de pasearme por el único servicio del hospital que regala vida al mundo, siendo mi experiencia politraumatica. 

Por eso más que incomodidad, angustia me causó el “aquí lo que más hacemos es atender parto” comentado por una de mis compañeras de trabajo en el Medical Cake Mania. Pronto –en mi segunda guardia- confirmé su advertencia. Así pasé varias semanas sumergida en la más profunda tensión de atender partos en un pueblito situado a 45 minutos de la civilización, sin una ambulancia disponible para referir las nunca descartables complicaciones y carente de especialista nocturno, momento predilecto para los trabajos de parto. Y un buen día, tras sufrir una terrorífica crisis de taquicardia supraventricular, me dije:

Antes las mujeres parían solas, sin episiotomías, sin episiorrafias ni material estéril. Y ve el montón de gente vieja que hay viva. Deja de darte mala vida, que te va a dar una broma loca.

Angela Alexandra
Solo bastó esa necia reflexión para empezar a ver más allá de mis escenarios fatalistas, pero sobre todo, IMAGINARIOS. Ahí estaban rodeándome: el obstetra amo y señor de los riesgos más absurdos quien me adoptó, al menos en las mañanas, como su residente de primer año. Mis enfermeras parteras-curanderas-toderas expertas en fomentar la paranoia “tu bebé está azul porque no quieres pujar” mientras yo mantenía mi sonrisa serena. La microscópica sala de partos, con su ventana sin vidrios que permitía la entrada de mariposas gigantes y cucarachas voladoras justo en las madrugadas más atareadas. Mi música indie sonando a volumen moderado, acompañando los gritos de la parturienta y luego las expresiones colectivas de felicidad cuando el bebé empezaba a llorar.

Cada una de las 30 vidas que mis manos tuvieron la dicha de traer al mundo, hizo la entrada triunfal que más le convino. Como aquella madrugada cuando desde mi cuarto de descanso escuché la puerta del hospital abrirse seguido del clásico de generaciones “doctora estoy pariendo”. Nunca era verdad. Caminé tranquila hasta la sala de parto, me hice mi cola de caballo y me coloqué los guantes sin euforia. No había terminado el hola mamá vamos a hacerte un… cuando prácticamente la bebé sacó un brazo para saludarme. No me sorprende que Angela Alexandra haya llegado a mis manos en menos de 5 minutos, a pesar del APGAR perfecto, sus 1800 gramos le confirieron el viajecito en ambulancia hasta Cumaná.

Mientras unos se apresuraban en abandonar el útero materno, otros se rehusaban a hacerlo sin un compinche que le transmitiera apoyo moral. Como esa noche en la que el desfile de embarazadas inicio a las 12:00 am con la segunda gesta poseedora de un preocupante antecedente obstétrico, y finalizó a las 7:30am con tres nuevas mamás y tres criaturas que simultáneamente no dejaban de llorar. Esto sucedía con relativa frecuencia, y yo había aprendido a sacar provecho de la confusión propia del momento. Como ese sábado en la mañana cuando recibí la guardia con una paciente coronando y otra sin control prenatal, en expulsivo. ¿Entonces, no sabes si tendrás hembra o varón? Pregunté inocente, aunque la enfermera conocía mis verdaderas intenciones. “No doctorita”.  Si la vida te da limones, haz limonada, pensé, sintiendo la obligación irrevocable de expresar mi idea: Si es hembra, se llamará Angela ¿si va? Y en efecto, fue hembra…
Angela a la izquierda y Angela a la derecha.
Siempre sonrío cuando recuerdo dos frases que mi papá exclamó por aquellos días. Esta flaca con su carita de “yo no fui” creó la generación de las Angelas, imagínate cuando vayan a la escuela y pasen la lista, Angela Butto, Angela Rodríguez, Angela Licet. ¡Qué épico! Pensaba yo. Flaca tú lo que tienes es un imán para las embarazadas, quizás porque tu bisabuela era comadrona, esa fue quien le sacó a Josefa María el montón de muchachos. Entiéndase Josefa María como mi abuela paterna que tuvo más o menos 18 hijos, exabrupto al que no pienso someterme… ¡Ni que fuera mormona gringa! Prefiero, como lo hizo mi bisabuela en su tiempo, la perspectiva  del partero, porque si algo conocí en los meses que trabajé en Medical Cake Mania fue la plenitud de ser obstetra.

Cuando sea grande, quiero ser como esta cu-cu psycho que me habla.
Pero no tanto para dedicarme a eso el resto de mi vida, eh.

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