Graduarse de médico no es fácil, amerita
horas interminables de estudio, grandes dosis de paciencia y un esfuerzo titánico
que pocos estamos dispuestos a depositar a lo largo y ancho de 7 años. Por
tanto, fracasar en el intento es una probabilidad nada desestimable,
especialmente con las complicaciones que surgen durante el proceso, dígase
gastritis, ojeras, arrugas acentuadas y por último -pero no menos importante-
los trastornos mentales que ensombrecen cada ventaja de estudiar una carrera
con tan alta renta existencial. A pesar de estos factores en contra, pude
perseverar hasta alcanzar; no precisamente por poseer un espíritu fuerte
–aunque si me rodean unos cuantos- pero si por aferrarme desde el principio –y
más aun en los momentos de pobreza aguda que nos tocó experimentar- a la idea
que me impulsó a estudiar medicina: la seguridad de conseguir empleo al
culminar mis estudios universitarios.
Entonces cuando me gradué –o más
específicamente, cuando la universidad me entregó mi carta de culminación dos
meses antes de mi acto de grado- tuve que lidiar con la estrepitosa colisión
entre mis planes de toda la vida y la realidad ni tan reciente de un país yugo
de su peor crisis económica-social,
comprendiendo que incluso un médico
–egresado de una universidad venezolana tradicional- estaba condenado a sufrir
para encontrar un puesto digno de trabajo.
Desesperada por iniciar mi artículo 8 -un
estatuto de la ley que obliga al médico a trabajar un año o dos en algún centro
de salud público- y fiel a la condición de que esta etapa durara un año –y no
dos como sucedería en un internado rotatorio- me mentalicé en aceptar la
primera vacante en aparecer. Y eso hice tras recibir la llamada de una voz
femenina avisándome que fui asignada en [Medical] Cake Mania, hospital rural
tipo I situado en un pueblo a 45 minutos de Cumaná.
Centro de salud donde ocupo el puesto de
médico rural desde el 1 de febrero del año en curso; algo difícil de olvidar
pues a las 8:30 am de ese viernes, sin ningún tipo de preparación psicológica y
con la única finalidad de buscar mi nuevo horario, fui obligada a trabajar con
efecto inmediato -nada más y nada menos- en la sala de emergencia de aquel
lugar. El D’OH! –de Homero Simpson- hizo eco en mi mente cuando recordé que mi
estetoscopio y libreta de conductas médicas descansaban plácidamente sobre mi
escritorio a 55 kilómetros de distancia… el Ha Ha -de Nelson- no se hizo esperar.
Tampoco el ataque de pánico que –de pana y
todo- ha sido un enemigo recurrente –pero fugaz, mayoritariamente- durante mi
primer trimestre de trabajo. Porque es inevitable, supongo, sentir una angustia
capaz de dificultar la correcta oxigenación de tu cerebro cuando eres el único
médico de guardia con el deber de atender –o hacer malabares entre: sala de
emergencia, sala de parto, sala de observación y sala de hospitalización; algo
particularmente complicado sobre todo en fechas festivas como los pasados
carnavales en los que cuatro enfermeras, un paramédico, una
ambulancia y yo tuvimos que enfrentar un accidente que nos repartió en la camilla,
escritorio y piso 6 heridos graves.
Porque incluso llegar al trabajo puede ser
un evento estresante gracias a los lugareños, dueños de las casas que bordean
la carretera nacional convertida en sus patios de juegos y salas de fiestas
personales, que deciden cerrar como modo de protesta por un servicio eléctrico deficiente
–que se roban a través de guayas- teniendo yo que recibir la guardia a las 10
de la noche.
Tarde pero seguro a atender las emergencias
bizarras, los no sabía que estaba embarazada y los enigmas médicos [fiebre de
las montañas rocosas, situs inversus, tetralogía de Fallot] que pasan por la
puerta del Medical Cake Mania donde al mejor estilo de Jill, intento arduamente
ayudar al prójimo.
Status: primer trimestre de mi temporada
como médico rural superada, varios bebés traídos al mundo, aprendizaje
multiplicado. Seguimos en la lucha.
Genial amor !!! Es fuerte, trabajas con las uñas, pero deja satisfacciones y aprendizajes :)
ResponderEliminarSupongo, amor.
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