¿Qué se debe sentir cuando se recibe una llamada desde
lejos, para decirte que alguien se murió?
Me preguntó ya casi entrado el mediodía. A esa interrogante
no podía brindarle ninguna respuesta efectiva. Es que en un cálculo comparativo
entre los roles que he interpretado, la emisora de malas noticias muestra
predominancia sobre la receptora de las mismas, especialmente en lo que al año
pasado se refiere.
¿Y si no siento nada?
Prosiguió a unos segundos de distancia desde su mensaje
inicial. Se me vino a la mente el capítulo “dead inside” de Girls cuando Hannah,
a diferencia de los otros personajes, no sentía conmoción ante la repentina y
no bien esclarecida muerte de su editor. “Hannah, ¿por qué no le dejas sitio a
una migaja de compasión humana básica en este mufin dietético de desapego sociópata?”
fue el inteligente y divertido disfraz de pregunta que Ray articuló para juzgar
a Hannah… y a mí. Porque si bien me considero poseedora de una empatía nata, el
2013 me volvió por una parte apática ante la tragedia ajena –algo entendible según
el contexto y apego emocional- y por la otra, indiferente e impaciente ante las
expresiones de dolor que muchos protagonizan. De egoísta podría tildárseme,
interesada únicamente en el sufrimiento que siento –discretamente- desde
agosto, que por casualidad, salió a flote un par de horas previas a ese
intercambio de mensajes.
Todo porque mis audífonos actuales se dañaron. O al menos
ese era el problema inicial hace un par de semanas cuando comencé a escribir
esta entrada. Un problema grave en el mundo de una yonkie musical, limitada en
aquel entonces por su status de peligro biológico por varicela, que le impedía
salir a comprar un par nuevo. Dicen que momentos desesperados requieren medidas
desesperadas y precisamente, por eso me pareció factible dirigirme hacia la
mesita de noche que en vida perteneció a mi papá y buscar dentro de ella la solución
provisional a mí circunstancia.
Es que durante mi estancia en el tercer lugar donde me tocó
vivir en Puerto la Cruz, sufrí un robo. Mi vecina, una mujer maravillosa a
quien consideré una madre en esa ciudad, advirtiendo mi calamidad decidió
regalarme uno de sus tantos televisores. Tiempo después, ese artefacto fue
embalado y destinado a hacer un bien mayor. Porque en las noches a mi mamá le
gustaba ver talk show miameros mientras que mi papá prefería a Two and a Half Men, House o alguna película interesante. El asunto se resolvió al mejor estilo
de Elvis Presley, anexando a su dormitorio otro televisor, el que alguna vez
fue mío, al que mi papá le conectó unos audífonos, que por lo general también
fueron míos. Así conformó esta colección de audífonos, que iban desde los
desgastados del iPod hasta los nuevos de mi celular.
Me senté en el borde de la cama dispuesta a iniciar una búsqueda
que se frustró de inmediato. Sobre la mesita de noche reposaban los lentes y el
anillo de bodas que mi papá usaba las 24x7. Aquello, lógicamente, pasó a off el
interruptor de todos los mecanismos de defensa que a duras penas protegen mi
Yo, no haciéndose esperar la secuela de mi estúpida idea: ahí, a mitad de
mañana, afortunadamente sola dentro de casa, estaba yo, más pálida, con costras
de varicela hasta en el cráneo, montando un show privado de lágrimas, mocos,
gemidos y lamentos.
Algo inevitable, supongo, toparme eventualmente con una que
otra inoportuna llave dispuesta a abrir esta caja que cargo, al mejor estilo de
Pandora, conteniendo todos los males de MI humanidad. Esa mañana sucedió. Todos
los recuerdos oscuros fueron liberados y organizados cronológicamente en la
siguiente secuencia vívida: mi papá indefenso en posición fetal, asfixiado por
un endoscopio que revelaba en el monitor la enorme lesión cubierta por polimorfonucleares
decidida a acabar muy dolorosamente con su vida. Mi breve ataque de pánico –no
me diga eso doctora, por favor- y el posterior autocontrol emocional que nunca más
me abandonó.
El terror en los ojos de mi mamá ante la “metástasis” plasmada
en el reporte de la tomografía abdomino-pelvica doble contrastada de mi papá. Mi
amor y devoción contenidos en un plato de arroz o pasta con mantequilla y
queso, que mi papá no podía terminar por culpa de su odinofagia. La serenidad
de mi papá ante el veredicto final de 6 meses de vida que emitió la oncólogo y
el pastelito que siempre quiso comer, pero no lo logró. La desesperanza que,
aunque nunca dijera nada, pude ver en sus ojos mientras estábamos en Puerto
Ordaz. Su perenne posición sentada con flexión del tronco sobre los muslos para
apaciguar el dolor. El delirium que mi mamá ignoraba pero yo si percibía la
noche previa a su partida.
Auscultar su tórax sin ruidos cardiacos, cerrar sus ojos y
darle un beso en la frente, asumiendo que mi costumbre de abrazarlo, hacerle
peinados exóticos con mis manos y darle un beso en la coronilla en señal de
paz, no podría hacerlo nunca más. La billetera que yo encontré escondida dentro
de su zapato, evidencia de nuestra irrevocable conexión. La corona de flores y
su olor mortecino. El sueño gélido e incómodo en unas butacas a pocos metros
del féretro. Ver el ataúd descender six
feet under y con ella enterrarse mi deseo de esparcir sus cenizas por Caracas,
Mérida y su amado mar.
No sé cómo debería sentirse una persona cuando alguien
conocido fallece. No sé si existe algún protocolo o si las frases cliché “recibe
mi pésame/lo siento mucho” tengan algún significado para quien las emite, de
seguro no para quien las recibe. No sé si sea una idea millonaria redactar un “tanatología
para Dummies” o “muerto el pollo lista la sopa para el alma”… pero si sé cómo
me siento tras la muerte de la pieza de rompecabezas que encajaba a la perfección
con la mía. Y la respuesta es, a modo de comparación, una prensa que cada día
comprime más y más a mi corazón.
Mi papá, físicamente ya no está. Y a lo largo de estas
semanas que necesité para escribir esta entrada, mis audífonos físicamente tampoco
están. Si bien los bolsillos vacíos de
mi –bien doblada y aromatizada- bata me resignaron a sustituir al segundo, dady
siempre será único e irremplazable en mi vida.
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