GALLETA DE MARIHUANA, SE VENDE GALLETA DE MARIHUANA. Esa
tarde no me sentía tan molesta y ofendida, como desesperada. Pero no importa la voracidad del agujero negro
que está consumiendo tus mejores sentimientos, escuchar en pleno Bangladesh –apodo
cariñoso para el centro de Macondo, ciudad en la que vivo- a un vendedor
ambulante exclamar semejante frase, te despierta hasta de la peor crisis de
ausencia. De inmediato lo identifiqué entre la multitud, llevaba una cestica
plástica verde y dentro de ella un montón de Sambas y Cocosette. Y no es que no
me gusten esos tentempiés, es que asi tuviera chocolate, en ese instante de mi
vida hubiese devorado un brownie de marihuana. O una de esas chupetas verdes de
cannabis que venden en Amsterdan, allá cruzando el charco, donde quizás si
podría ser de nuevo una ameba de vida libre.
Nunca me he drogado. Ni mi estilo de vida se ha asemejado con
el de un coco, la bacteria, no la fruta ni el objeto no identificado devorador
de bebés que no quieren dormir por las noches –que por cierto, en estos días
concluí que el coco de la canción si es una bacteria: duérmete niño, duérmete
ya, que viene el Staphylococcus aureus y piel escaldada te dará; yo y mis
hipótesis absurdas-. Me incomoda eso de andar en duetos, tríos, cadenas y otras
choriceras from hell. Porque afrontémoslo, la mitad de las personas suelen ser
aburridas o intensas y yo, una Naegleria fowleri, no tan peligrosa, aprecia la
independencia de flotar libre por el espacio. Como, sin si quiera el notarlo,
me lo recordó Byron.
La primera vez que interactué con Byron –uno de los
estudiantes que rotó por la sala de hospitalización- decidí de ipso facto que
también sería la última. Con dolo o no, le bastaron menos de 30 segundos para hacerme sentir
ignorante e inculta. Todo por mi pecado capital de no conocer a Lord Byron,
nombre que me sonaba a personaje de X-men o Star Wars pero en realidad era de
“el segundo escritor más importante de Inglaterra, después de William
Shakespeare”. Llámenme picada, yo preferí evitarme más vergüenza con un
perímetro de -mínimo- 100 metros de separación.
Pero el destino suele comportarse como el borracho
impertinente que decide ponerse al volante de la vida. Y lo corroboré un día
cerca de las 2:00 pm cuando regresaba a casa con mi mamá. Habíamos firmado mil
papeles que echaban sal a la herida más grande de mí ser: mi papá no vivo.
Estaba acalorada, hambrienta y agotada física y emocionalmente. Quería bajarme
del carro y correr hasta la playa, meter mis pies en la arena y dejarme arropar
por la brisa. En medio de ese caos interno algo llamó la atención de mi retina.
Si bien el sol era implacable, por aquella acera desierta caminaba un tipo con
un bolso posado en su espalda y un par de audífonos que seguramente
bombardeaban con música a todo volumen sus membranas timpánicas. La escena me
parecía familiar, pues me recordaba a mí misma. Mi mirada permaneció fija en el
retrovisor y en él se reflejó nada más y nada menos que Lord Byron.
En ese instante se concentró mi vida: veía un espectro de mi
propio pasado, sí, porque hoy en día no puedo considerarme la ameba de vida
libre que tanto disfrutaba ser. Y no voy
a mentir, hace meses que me siento como un animalito enjaulado, pero fue esa
tarde cuando la realidad me abofeteó con mayor salvajismo. Quizás Byron no lo
sospecha, pero fue el catalizador de mi inconformismo existencial, ese que a
duras penas intenté ignorar.
Desde entonces paso los días evocando con melancolía trazos
de mi antigua vida. Atravesar la puerta de entrada a mi estudio y –propulsada
por el calor… y los microorganismos patógenos del exterior- desvestirme
mientras caminaba a la ducha. Quedarme envuelta en la bata de baño sin
importarme los minutos, jugando con las arrugas de las sabanas, inmersa en mi
taquipsiquia. Deambular descalza, en pantaleta y camiseta. Almorzar a la hora
que quisiera, probablemente un sándwich de pollo, varias rodajas de tomate y
papas fritas. Pararme en la ventana y mirar el mar. Hibernar sin perturbaciones
dentro de mi pequeño cubo, que sin fijarme en el desorden, era el refugio donde
podía recobrar mi paz.
Nunca fue un problema comer sola. Tampoco dormir sin una compañía
que me defendiera de los fantasmas. Mucho menos llegar a casa y que nadie me
preguntara como estuvo mi día. De hecho, cada uno de esos beneficios los
extraño por igual. Cenar de vez en cuando un plato de cereal o de avena con
canela sin calarme un drama Lupita Ferrer, seguido del discurso “mil razones
por las cuales eso no es comida de verdad”. Dormir en el centro de mi cama
matrimonial, estirar mis piernas, no dejar espacio para nadie más. Tener un día
difícil fuera de casa y no estar obligada a hablarlo con nadie mientras finjo sonrisas
vacías dentro de casa.
Y aunque en estos tiempos he evolucionado de peatón a
conductor, me hacen falta mis caminatas. Ya sea la mañanera hasta la parada o
la vespertina hasta la panadería. O esa espontanea andanza hasta el Paseo
Colón, inspirada por un cielo tecnicolor. Sin olvidar algunos fines de semana
cuando caminaba hasta el centro para derrochar el dinero que no tenía, en artículos
para hacer bisutería. En estas dos últimas era norma pararme un rato a
contemplar el mar y a la gente paseando por ese boulevard primo hermano de Rio
de Janeiro. En todas, mi iPod –fiel compañero de esas aventuras- reproducía el
soundtrack que años más tarde adornará mis remembranzas.
En pocas palabras, extraño ser libre, ser independiente,
andar a mi ritmo, vivir a mi modo. Ser Angela. El problema radica en que no sé cómo
encontrarme de nuevo y por más orgullosa que sea, confieso que necesito ayuda
para ello.
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