Dicen que la lengua es el castigo del cuerpo... y yo ya
perdí la cuenta de todas las veces en las que ese conglomerado muscular libre
de piercings –por los momentos- le ha dado unos buenos latigazos al mío.
“Mírala, luego de decir que más nunca volvía a Cumanacoa, llega el fin de
semana y viaja para allá”, dijo mi mamá desconociendo que yo a lo lejos la
escuchaba. Tenía razón, pero ¿qué se puede hacer cuando (re)conoces a una
persona con quien te sientes alegre y cómoda día tras día y por cuya compañía
perseguirías hasta el fin del mundo?
NADA, no se puede hacer nada más que perseguir la
posibilidad de dar y recibir amor así ese "fin del mundo" se llame
Arenas y este situado a 45 minutos de Cumaná. Es curioso que su fachada siempre
llamo mi atención en los interminables viajes -por motivo de trabajo, especifíquese
artículo 8- a Cumanacoa: en la ida el CDI, la bomba y la plaza eran el punto de
referencia para terminar de maquillarme y empezar a prepararme psicológicamente
para la faena hospitalaria del día. En la vuelta el -forever mismo- camión mal
estacionado que producía el -forever mismo- ridículo embotellamiento me permitía
detallar la perturbadora cúpula de la iglesia con tres palomas posando sobre
ella. En más de una ocasión -una que otra inspirada por mi infinita curiosidad antropológica,
otras por mis ínfulas de citadina- me pregunté ¿Cómo será vivir en una de esas
casas?
Precisamente por eso -por lo de perseguir el amor, no por la
curiosidad antropológica- cuando avisté aquel vestido aguamarina no dudé en
comprarlo. Primero se endulzaba todo el océano del planeta antes de faltar a la
fiesta de Dianita, su sobrina, a celebrarse por supuesto en Arenas, el pequeño
Stars Hollow -escenario donde transcurre otro de mis objetos de culto, Gilmore
Girls- de la geografía sucrense. No exagero al plantear esta comparación: la
vida en Arenas transcurre en un escenario donde la plaza es epicentro de los
encuentros fortuitos entre personajes como Miss Patty, Babette, La sra. Kim y
Tylor y de la amplia variedad de festivales que ahí se celebran, tan peculiares
como la subasta anual de cestas de picnic o el maratón de baile.
En cada una de mis visitas he tenido la dicha de vivirlo en
carne propia. De caminar sus contadas calles, de conocer sus establecimientos icónicos,
perderme entre las personas –con mi mejor (des)peinado y atuendo de (indi)gente- y sumergirme en
sus tradiciones. Todo esto con el bonus de los mordaces comentarios del mejor
guía turístico que pude encontrar. En este orden de ideas nunca olvidaré la
celebración del día del niño cuando llenaron la plaza de piscinas inflables ni el
día que caminamos –cual juancito trucupey- ebrios por la plaza o de aquella vez
cuando nos tropezamos la señora que habla en español a pesar de su innegable raíz
criolla. “Esa es la discoteca con piscina… la casa parroquial… la casa de la
loca *inserte aquí no sé qué cosa*… mi casa… la casa de Cruz Carmen… la licorería
de mis tíos/ptimos…” y así otras etiquetas encantadoras.
Todo pasa bajo un cielo encapotado que precede a rápidas
tempestades en las tardes y espesas neblinas por la mañana. De realismo mágico
lo catalogo, el cual persiste en su casa donde un árbol de taparas adorna el patio
desde el cual puedes visualizar montañas y escuchar el adorable –que me recordó
tiempos mejores de mi casa- cantar de los sapitos. Con varias mecedoras donde escuchas
toda clase de historias, miras los primeros pasos de una bebé y sientes el
calor de una familia que se siente a desayunar junta. Elementos mágicos que son
percibidos por todos como parte de la normalidad, como por ejemplo…
“Santo, santo, santo es el señor, Dios del universo. Llenos
están el cielo y la tierra, de tu gloria, ¡Hosanna!”
No modifico con frecuencia el sonido del despertador –por no
decir nunca. No me parece inteligente relacionar el desdichado momento de
despertar obligado por una música o tono diferente, digamos, cada cierto número
de semanas. Menos inteligente si se trata de una canción que nos guste porque
créanme que pasarán muchos años antes de reconciliarse con la misma. A pesar de
esto he pasado por “en un racimo e’ banana yo dormía tranquilita” que cantaba
mi mamá durante toda mi educación primaria, The Imperial March en la
universidad y Rolling Tone ahora de residente de pediatría. Lo que no imaginé
fue despertar con ese cántico católico cada domingo a las 8:00 am… en Arenas.
Seguido de:
“Te voy a matar… cállate… te odio”
Que entra por la ventana cada cierto número de veces al día,
exclamados por la mejor vecina desquiciada que se puede tener en la vida.
Quizás son las personas que me han recibido con tanto cariño
y simpatía. Los momentos tan sublimes vividos en la casa –con piscina y rio-
escondida en Rio Caribe, a la que llegamos montados en la parte trasera de un
camión con un cielo estrellado sobre nosotros que me hizo sentir como Sam en
alguna escena de Las Ventajas De Ser Invisible. Las huidas rápidas cuando un
tiroteo está por comenzar. Tate tiene razón. El pescado con arepa y ensalada
las mañanas de domingo…
O simplemente, vivir todo eso a su lado es lo
que alimenta mi deseo de volver recurrentemente a Arenas.
A eso probablemente amor, le llaman.
No hay comentarios:
Publicar un comentario