El año pasado me contagiaron varicela. Fue uno de mis
pacientes de piso 9, un chamo rastafari al que llamábamos “Tego Calderon”. Llegó
a la sala con una erupción costrosa en todo su cuerpo que por supuesto a los
internistas –internistas al fin y al cabo- impresionaba cualquier número de
enfermedades raras y espeluznantes excepto una vulgar “lechina” en fase costrosa
con dermatitis secundaria a un bañito con “chinchamochina”. Recuerdo como si
hubiese sido ayer cuando emitieron el diagnóstico definitivo; de ipso facto
tuve un flashback a aquella mañana en la que cometí el terrible error de tomar
asiento en una de sus sillas playeras. ¡¿Qué?! A mí no me ha dado varicela,
dije presa del pánico. Ay doctora, y él se la pasa rascándose en esa silla,
dijo alguien más.
Empecé a respetar al virus de la varicela zoster cuando la única
vesícula localizada en mi flanco derecho, se había multiplicado a 5 en cuestión
de horas. Es sorprendente la velocidad para reproducirse y deformarte al punto
de lucir más como un monstruo mutante que como un humano. De invadir todas tus
mucosas y producirte dolor… o casi dolor expresado en un enloquecedor prurito. Aparentar
ser un perdedor… hasta que muestra su poder de causar complicaciones mortales. Sin
embargo, lo que encuentro más fascinante sobre este virus es su periodo de
latencia en el sistema nervioso. Hacer de nosotros una casa donde hibernará por
meses, años o hasta que le dé la gana –si es que le da- de reactivarse y causarnos
de nuevo enfermedad.
Así ha sido la historia natural del amor que siento por <él>.
9 años atrás entró a mi sistema vital y desde entonces ha experimentado idas y
venidas, el frenesí más puro, la locura más descabellada y posteriormente el
periodo de latencia… hasta reactivarse en la actualidad. Y tal como la
neuralgia del trigémino o la neuritis intercostal, amarlo en silencio como lo
hago cada día, duele al punto de la desesperación. Mirarlo y que el ya no me
mire, hablarle y que <él> se esfuerce en ignorarme, desearlo y que él me repudie,
eso… eso duele de manera aplastante.
Entonces hoy, reunidas en el cuarto de descanso que tenemos
en neonatología, manteníamos conversaciones que giraban alrededor del
respectivo eje estrogénico. Cada quien tuvo su turno para comentar sobre alguna
trivialidad femenina, mujeres locas que conocemos y maridos/hombres perfectos. Más
o menos ese fue el orden de ideas que precedió al siguiente argumento:
“El hombre perfecto debe ser una mezcla entre <gordito
con diaforesis profusa que no nombraremos> y <él>… no se trata de
entrenamiento, es que la mujer de <él> le plancha hasta los interiores,
le prepara todas las comidas cuando está de guardia, está pendiente de <él>…”
Y así un largo listado de atributos que “le otorgan” a la “lo
que sea de <él>” la mención honorífica de “mujer perfecta”. En esta
oportunidad la amargura que me causan los temas inherentes a él, especialmente
el de su relación sentimental con la fulana perfecta, no fue disimulada. Mentalmente
comencé a buscar entre mis virtudes alguna que me convirtiera en alguien
considerable. No encontrar ninguna solo empeoró mi situación existencial.
Apenas cerré la puerta de mi alcoba comenzó mi monologo-pelea-máxima
expresión de locura nata –denomínela como quiera- en la cual le expuse a un
<él> imaginario que:
Yo no le cocino, lavo, plancho, limpio ni preparo viandas de
comida a nadie. No me emociona la maternidad. No me la paso “pendiente” de
nadie… porque YO SOY una mujer de espíritu libre -que no pretende rastrear a su
hombre cada hora del día-, médico,
residente de un postgrado tan exigente como hermoso, ocupada en el estudio y
esfuerzo infinito que amerita aprender a ser pediatra, una gran pediatra, que
pueda pagarle a alguien para que se encargue de las labores domésticas para yo
poder invertir mi contado tiempo libre en satisfacer mis necesidades de sueño, alimentación,
sexo -mucho sexo desenfrenado- y demás de la pirámide de Maslow.
No soy la mujer perfecta. Soy la mujer enamorada de ti que a
su modo, cada día quisiera intentar hacerte el hombre más feliz.
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