Aceptada mi condición de Charlotte en Lost in Translation, planifiqué,
resáltese el AHORA SI PLANIFIQUÉ, mi aventura citadina del día siguiente en el
que perdería mi virginidad caraqueña. Si, puesto que sola –pero con los
respectivos números de emergencia en mi teléfono… y en un papel junto a 500bsf
escondidos en mi brasier (consejo paranoico de mis amistades)- tendría que sobrevivir
a la jungla de concreto venezolana. Entonces, como les decía, la noche previa
puse manos a la obra: descargué un plano del metro de Caracas, interrogué a
Yanalí sobre que ticket comprar y usé el GPS de mi celular para ubicar(me) en
persona y espacio. Tempranito el viernes, previo desayuno e hidratación,
siguiendo las indicaciones que él me había dado, bajé hasta la estación del
metro de Bellas Artes. Esta vez memoricé puntos de referencias, el principal:
la torre del banco provincial.
“… Como caminan, las caraqueñas” lo hacía yo, porque parecer
turista en esa ciudad que muerde, no es opción. Sin problema compré mi ticket
color Halloween y llegué al destino que deseaba: Plaza Venezuela. Viajar en
metro es fácil, sin embargo, un problema debo señalar: las salidas del mismo.
Fue así como me perdí por primera vez. ¿Salida a la Previsora? ¡Por supuesto,
yo conozco La Previsora! Cuando emergí a la superficie supe que no. Lo bueno de
lo malo fue toparme con la línea de taxi donde adquirí al señor Rafael. Al
ritmo de “Oh sugar… oh oh honey honey…” -y otros éxitos de esa época- me llevó en su
fiat gris a esos lugares imposibles de acceder en metro, me hizo evocar
recuerdos ajenos de la Avenida Victoria, me dio un paseó guiado por la UCV y
recorrió unas 3 veces el paseo los ilustres hasta encontrar Disinlimed, una
librería especializada en libros médicos dentro de la cual, con mi Nelson Pediatría
Esencial en las manos exclamé: Si muero y me toca ir al cielo, definitivamente
este es el mío.
De vuelta a Plaza Venezuela me monté en el metro siguiendo
el sentido Propatria para dejar en mi casa temporal las compras de la mañana.
Entonces al llegar a Bellas Artes, las salidas del metro volvieron al ataque. Yo
como brújula hubiese sido peor que el fiasco del zapato de Drew en
Elizabethtown. Mi horrorosa orientación espacial me hizo terminar entre las dos
torres de Parque Central. Hermoso lugar, por cierto. Mi extravío se volvió angustiante cuando mire la hora. 11:15 am y debía llegar a Capitolio justo a
las 12:00 porque, mi mejor amigo imaginario me había invitado a almorzar en un
restaurant vegetariano junto con algunos de sus compañeros de trabajo. Disimulaba
mi cara de “fuck, pásenme la bolsa de papel para superar el pánico de perderme”
cuando disipé la obra arquitectónica más importante de la ciudad –desde mi
punto de vista, claro: la torre del Banco Provincial.
En Capitolio, básicamente, escogí la salida según el nombre
que me pareció más serio. In your face metro de Caracas, pensé cuando subí por
las escaleras eléctricas y encontré la Asamblea Nacional. Una llamada telefónica
y 3 minutos más tarde, Iaranavi se aproximaba a mi mientras exclamaba con
alivio “me preocupaba que eligieras la salida que queda por la otra
calle, pero dijiste que estabas acá y maravilloso, 20 puntos para ti”. Nada más
gratificante que una nota sobresaliente en mi primer día viajando en metro.
Empezamos a caminar. Aquí en Macondo Iaranavi vive a un par de cuadras de mi
casa y trabajaba en el edificio detrás del hospital. Nunca nos veíamos. Un día
concluimos que éramos el amigo imaginario del otro. La mágica Caracas jugó a
ser Cosmo y Wanda e hizo a Iaranavi real. El restaurante vegetariano superó mis
expectativas. Si, soy una mujer de poca fe –y mucho mar- pero siempre abierta a
las nuevas experiencias culinarias, porque ya me conocen, viajar es sinónimo de
gula infinita. El plato principal era una formula donde “mucho” fue el común multiplicador:
(mucho) x pasta x berenjenas en salsa x chayota gratinada = DELICIA.
Un día fui a una feria y quería probar dos comidas, pero una
se había terminado… entonces al lado mío estaba una señora comiendo, pero la
tipa no probó casi nada… y se fue… y tenía ese plato que quería probar…
entonces miré a los lados y antes de que botaran la bandeja, me puse un poco a
mi plato. – Compañero de Iara de cuyo nombre no puedo acordarme -porque no lo sé.
Oh, Caracas y sus desconocidos –incluyendo a quien hizo
posible este viaje- que me mantienen en estado de (son)risa perenne. “¿No nos
vamos a tomar una birra donde los chinos?” escuché desde el otro lado de la
mesa. En ese momento concluí que quería secuestrar a los compañeros de Iara y
agregarlos a mi círculo de amistades –que últimamente se ha vaciado. “Es la 1:00pm…
pero podemos tomarnos una y subir a la oficina”. Con la moción aceptada de
manera unánime, nos encaminamos a la ciudad subterránea que yace bajo las
Torres del Silencio. Sin exagerar, aquello parece salido de Las Tortugas Ninja,
llegando al punto de pensar que Splinter pasará por tu lado de un momento a
otro. El improvisado “after hour” lo pasamos en una tasca-restaurant china que
te recibía con un arbolito chueco, un chupacabras disecado –o simplemente
cabra, no lo sé, aquello era dudoso- y Calolina, nuestra mesonera de turno. Fue una velada
encantadora que finalizó con un rapidísimo recorrido turístico guiado por Iara.
“De aquí ya sabes cómo llegar a la feria de libros…” nos despedimos y yo fui a
orgasmear entre libros a 30, 50 y 100 bsf.
Nota: Lo sucedido durante las noches y el sábado, será relatado en
la próxima entrega de esta trilogía caraqueña.
El domingo, muy temprano, llegué al aeropuerto de Maiquetia
donde –para no perder la costumbre- no sabía muy bien lo que debía hacer. Pero
lo hice bien. A unos metros de distancia, una celebridad venezolana esperaba
que la buscaran. Hilda Abrahamz es un transformista, concluí. Sentada en el
piso de Maiquetía con un vitral abstracto -al que olvidé tomarle una fotografía-
como espaldar, le respondí a un amigo que tal me había ido en Caracas. Luego me
dediqué a crear historias ficticias de quienes pasaban apresurados con sus
maletas por el frente y Fucsino Ácido colocaba el soundtrack. ¿Será muy tarde
para abandonar la medicina y convertirme en aeromoza? Me pregunté
insistentemente hasta que el parlante me avisó que mi vuelta a la realidad
estaba embarcando por la puerta nª 2.
Podría pasar mi vida volando. Incluso, estoy dispuesta a
morir dentro de un avión en medio de una tormenta –tipo la que dejó varado en
una isla a Tom Hanks con Wilson- siempre y cuando mi lista de reproducción
musical estuviera explotando mis tímpanos. En cuanto a los aterrizajes, se
asemejan a las inyecciones… hay quienes tienen buena mano, hay quienes no. El
capitán que aterrizó en la primogénita del continente tiene una de las peores.
Algunos se asustaron, yo no, porque la verdad soy masoquista y carente de
sentido de supervivencia, así me amo y acepto.
Desde que tengo uso de razón he querido escapar de Macondo. Reniego
de mis raíces orientales. No siento vínculo afectivo con esta tierra que me vio
nacer. No me identifico con su gente ni su cultura de ron y bachata los fines
de semana. Un par de días tras regresar de Caracas, la crisis existencial emergió. Quiero irme a Caracas. ¿Qué hago aquí?
Quiero hacer el postgrado allá, no aquí, le confesé a mi mejor amiga. Al otro
lado del charco –y con toda la propiedad que le otorga la valentía de emigrar-
se limitó a decirme pues si, opino lo mismo debes irte a Caracas. Porque truth
be told, desde la primera vez que estuve en esa ciudad entendí –y sigo entendiendo-
que nací para vivir en la capital venezolana. El insomnio ha protagonizado
estas últimas noches. Me debato entre abandonar lo que tengo seguro y
arriesgarme por más. Será que…
¿Doy el paso de fe hacia mi sueño de toda la vida, o lo hago
esperar un poco más?
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