Estaba sentada en el piso de
Maiquetía con un vitral abstracto -al que olvidé tomarle una fotografía- como
espaldar. Esperaba que anunciaran mi vuelo cuando un amigo me escribió
preguntándome que tal la había pasado en Caracas. Muy bien, fue toda una
experiencia religiosa, le respondí. La mía fue académica, no tardó en comentar.
La mía fue de pecados capitales múltiples, confesé con una sonrisa pícara que
le hizo honor a la frase “quien se ríe solo, de sus fechorías se acuerda”.
Pensar que esos 4 días de pereza,
un poco de codicia, cierto instante de ira, lujuria y gula infinita, casi no
sucedieron me hace sentir avergonzada. Más aun cuando repaso los
acontecimientos que protagonizaron el tiempo transcurrido entre octubre 25 y
noviembre 10 del año en curso –formato de fecha gringo para darle un toque de
thriller psicológico- durante el cual 1)Postgrado 2)Madre 3)Madafaka(s), agotaron
mis reservas de colores y energías.
“Cada día me miro en el espejo y
me pregunto: si hoy fuese el último día de mi vida ¿querría hacer lo que voy a
hacer hoy? si la respuesta es no durante demasiados días seguidos sé que
necesito cambiar algo…” – Steve Jobs
En cada oportunidad que me
pregunté lo mismo, mi respuesta fue constante y rotunda. NO. Entonces, ¿por qué
tiré tantas veces una moneda para decidir qué hacer con los dos pasajes de
avión que él me había comprado? Porque sin importar lo infeliz e insatisfecha
que me sentía, aquello sonaba a locura. En realidad, era una locura. Pero dos
noches antes del vuelo, mi adenopatía axilar derecha aumentada de tamaño y un
poco dolorosa me obligó a replantearme mis opciones. La idea hipocondriaca que
en esta ocasión llamaremos “cáncer de mama” y el miedo a morir sin haber vivido
en absoluto, fueron los puntos determinantes de mi decisión final. El mayor
riesgo es no arriesgarse y yo no estaba dispuesta a gastar tiempo pensando ¿qué
habría pasado si hubiese tomado el vuelo? El jueves a las 10:30am estaba en el
aeropuerto esperando embarcar con destino a Caracas.
El vuelo se retrasó una hora, tiempo suficiente para sumirme
en la paranoica sensación de vivir mi propio “Passengers”, esa película en la
que Anne Hathaway interpreta a una terapeuta que lleva el caso de varios
sobrevivientes de un accidente aéreo, entendiendo al final (SPOILER) que todos
están muertos, incluso ella. Confirmé mi boleto -que resultó ser real, contra
todo mi pronóstico… oh! mujer de poca fe pero mucho mar-, pagué “la tasa” y
caminé hasta la oficina del CICPC donde debían revisar mi equipaje, pero no lo
hicieron porque “no hay línea, así que hoy no se revisará el equipaje de
nadie”. Osama, ¿puedes creer esta vaina,
chico?, pensé. Finalmente, luego de casi abrir un hueco en el piso, escuchar el
50% de las canciones de mi iPod e intentar controlar en vano a mi sistema
simpático frenético por perder la virginidad aeronáutica, caminé por la pista
rumbo al avión. La velocidad aumentó progresivamente hasta despegar. Aquello
fue sublime. Luego miré por la ventana y… oh wait, acabo de recordar mi miedo a
las alturas. Turbulencia, mucha turbulencia. Repítete las sabias palabras de tu
hermano, “si no ves a ninguna aeromoza llorando y rezando, todo estará bien”.
Cerré los ojos y escuché música. No percibí el aterrizaje. Cuando mis pies
tocaron tierra firme algo me quedó claro: quiero hacer esto cuantas veces sea
posible.
A eso de las 3:00 pm, el aeropuerto de Maiquetía parecía la
pista de atletismo para decenas de cucarachas sin cabezas. Intentaban llegar a
la meta, cualquiera que esa fuera, pero solo colisionaban entre ellas. Mientras
tanto yo, sintiéndome Tom Hanks en The Terminal, me concentraba en encontrar 1)
El baño y 2) El medio de transporte que me trasladara a Caracas.
Sorprendentemente –tomando en cuenta mi parsimonia para manejar las situaciones
tensas- 15 minutos más tarde ya me había
retocado el rubor –para disimular mi agenesia de pómulos- y estaba sentada en
un autobús que me dejaría en el lugar acordado: Parque Central.
¿Porque la
última parada de esta cosa es Parque Central, verdad? Le pregunté a mi vecino
de asiento al menos unas tres veces… ¿Y si la última parada es Parque Central,
por qué continuamos a Plaza Venezuela? insistí con mi voz hiperaguda de pánico
cuando el conductor no se detuvo donde yo, la inexperta y virginal yo, pensaba
que debía hacerlo. Mi poker actitud no tardó mucho más en caerse al piso. Es
que es mi primera vez viajando sola a Caracas y he escuchado tantas historias
que no me orprendería que esto fuera un secuestro, le comenté. “¿POR QUÉ NO SE
PARA DONDE DEBE, QUÉ ES ESTO, UN SECUESTRO?” Gritó un señor, obviamente más
estresado que yo, desde los asientos del fondo.
Apenas llegué al terminal en Parque Central, el tanque de mi
sentido común pasó drásticamente de Full a Empty. Ahí decidí seguir mi alocado
impulso de caminar hasta una bulliciosa avenida que vi desde el autobús. Para
mi suerte, el me rescató a mitad de camino. La ansiedad de estar en una ciudad
desconocida con prácticamente un desconocido, jugó en mi contra al intentar
memorizar la ruta hasta mi casa temporal situada en el mismo sector de la
ciudad. Sin embargo, dos cosas puedo evocar sin dificultad alguna: su abrazo de
bienvenida y su actitud detectivesca al preguntarme ¿Cuál era tu plan, dime?
No hay comentarios:
Publicar un comentario