Algo me quedó claro el día que acompañé a mi papá a
realizarse la endoscopia: él iba a morir por culpa de un adenocarcinoma
esofágico. No obstante –y obviando las circunstancias de la noche anterior- ese
era el último pensamiento que pululaba en mi mente aquella mañana de viernes. Rondando las 8:00 am mi concentración tenia
exclusividad para una importante encomienda: manejar por las calles de Macondo
hasta encontrar un brebaje –valium- que aparentemente Melquiades había olvidado
en su última visita.
Mientras la mano izquierda se encargaba del volante, su
gemela contralateral adelantaba compulsivamente las canciones del iPod hasta
encontrar la indicada. “From this day on I own my father's gun…” susurró Elton John y yo enfaticé al
unísono. Elizabethtown –dueña de ese soundtrack y una de mis películas
preferidas- se convertía ahora en mi biografía no autorizada. Por eso se me estaba permitido, ahora en el
papel de Drew –no más en el de Claire con quien siempre me identifiqué- usar
“My Father’s gun” como banda sonora de ese desdichado día de mi vida.
La canción en si misma representaba la analogía perfecta de
todo lo que empezaba a acontecer. Tanto así que era fácil ignorar que estaba a
pocas horas de heredar no precisamente una pistola, pero si uno de los –innumerables
y muy apreciados- roles que mi papá amó desempeñar toda su vida: piloto
autoasignado de la camioneta. Ese tanquecito de guerra –como lo denomina Daniel-
que nos permitió en varias oportunidades llegar a nuestro destino turístico preferido,
Caracas y nos concedió la dicha de conocer a la perla del caribe, Margarita,
durante mi graduación. Evento que no hubiese sucedido de no ser por el dia
cuando empacamos varias cajas dentro de ella para mudarme a Puerto la Cruz y
estudiar la profesión de la que vivo ahora. El mismo carro que mi papá manejó
para llevarme hasta la puerta de mi primer trabajo y luego de mi primer día
desempeñando mi artículo 8.
Aquellos recuerdos pasaban ante mis ojos como la estela
brillante que deja un gran cometa, mi papá. Parecían cercanos aunque no lo
eran, solo se comportaban como la luz que aun percibimos de una estrella –mi estrella
polar hasta en los cielos más oscuros- que se extinguió poco antes del mediodía.
A pesar del trágico momento, debíamos ocuparnos de los
asuntos correspondientes. Rodeada de algunos vecinos y ahogada en las frases –cliché-
de condolencias que emitían, empecé a elegir la vestimenta que mi papá luciría en
su siguiente vida. Primero abrí el closet de donde saqué -sin pensarlo dos
veces- su guayabera blanca y un pantalón decente. Luego abrí las gavetas donde
guardaba su ropa interior, los calcetines y las camisetas. Mi corazón se
estremeció cuando encontré muchas de estas prendas aun en su empaque original, esperando
la ocasión ideal para ser estrenadas.
Enloquecí internamente. Quería masacrar al cáncer de la
misma manera que él lo había hecho con mi papá, lenta y dolorosamente. Pero
aquello no era posible. En este presente lo único verdaderamente factible era
abandonar mi maniática costumbre –que hasta entonces desconocía tener en común
con mi papá- de guardar cosas para usarlas en un futuro utópico. Porque por las
malas, él y yo habíamos aprendido que para mañana es tarde.
Contrario a lo que el colectivo afirma, las pérdidas no se superan. Desde mi perspectiva, uno se adapta a ellas. Hace unas semanas he visto irse el fragmento más maravilloso de mi ser, mi papá, y aunque lo extraño cada día de mi vida, sé que su espíritu vive en mí, dándonos la oportunidad mutua de revivir. Ya toda mi ropa esta lavada y –más o menos- ordenada en mi closet.
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