
Siempre he rechazado la conceptualización colectiva del término felicidad como un estado que alcanzamos cada cierto tiempo y cuya duración tiene fecha de vencimiento. Mi teoría se centra en la lucha constante por lograr lo que nos proponemos, esa necesidad de un “algo” y el esfuerzo que concentramos en alcanzarlo es lo que yo denomino felicidad. Exclamar frases como “hasta que no lo alcance, no seré feliz” no es más que una mala costumbre bien arraigada, que nos forja a ignorar el hecho de ser felices solo emprendiendo un viaje cuyo destino final es nuestro objetivo inicial.
Por tanto, si las personas creen que la felicidad es un momentico y ya, me pregunto ¿nuestro día a día es entonces un estado de infelicidad crónica? Seria esto injusto con la vida, incluso cuando ella a veces no es tan justa con nosotros. La plenitud total es lo que sobreviene a resistir las turbulentas tormentas y vencer todos los obstáculos que te separaban de tu tan anhelada meta, y aunque su duración es limitada, representa el final de un ciclo pero muy bien, el inicio de otro.
La infelicidad no se produce por las dificultades propias del viaje, ya que estas las tanteamos una vez que trazamos el camino a transitar hacia nuestro objetivo. Por ende, la infelicidad no es el producto de algo estático y previsible, pero si de algo que surge sorpresivamente en contra tuya y de nadie más, un generador de sufrimiento personalizado que no te plantea un reto –como lo haría el obstáculo-, pero si daña esmeradamente tu frágil alma, tus sentimientos puros y tus sueños inocentes. Es decir, la infelicidad no es producto de un algo que te impide seguir, es resultado de un alguien que te lesiona para que no sigas.
Hace casi un año mi travesía = felicidad en búsqueda de la plenitud total, se tornó oscura y fea, idéntica a aquel dibujo que mostró la psicólogo en una clase de psicología médica, y cuyo análisis personal me convirtió en la deprimida-suicida del salón. Un camino oscuro y solitario, con un monstruo escondido que conoce tus pasos y, situaciones terribles, espeluznantes e hirientes. Y así fue mí recorrido durante algunos meses, hasta que un buen día todo empezó a iluminarse, todo excepto esos rastros de oscuridad y amenaza constantes dentro de mi alma.
Recientemente leía uno de los libros que tanto me encanta revisar –el DSM IV- y encontré un trastorno que no conocía profundamente –al menos en teoría- denominado trastorno desadaptativo. Coincidiendo con sus criterios, me autodiagnostiqué. En el trastorno desadaptativo ocurre la aparición de síntomas emocionales o comportamentales como respuesta ante la presencia de un estresante, siendo el malestar producido, mayor al esperable, deteriorando la actividad social/académica/etc. Los síntomas pueden ser depresivos, ansiosos, o mixtos, yo presento uno mixto.
Lo bueno de los trastornos desadaptativos es no se escuchan voces que te dicen “matate” o deliras que todos conspiran en tu contra, tampoco se deteriora el cerebro ni pierdes muchas capacidades mentales. Se supone que una vez aplacado el factor estresante, tu vida vuelve a la normalidad en 3, 2, 1. Y lo certifico, una vez que controlas los factores desestabilizantes y tu refugio es reconstruido, vuelves a ser una persona más o menos normal y homeostática, con fe en el futuro y confianza en que no pasaras por eso de nuevo.
Hasta que, como yo, pasas por algo similar de nuevo, tu vida se desestructura de nuevo y la desesperanza predomina en mis días… de nuevo.
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